Machincuepas
Blanca Estela creo que era su nombre, aunque todos la conocimos por el mote de “la cabezona”, el nombre, decía la gente del pueblo, lo llevaba por la admiración que su padre tenía de la actriz Blanca Estela Pavón, y el mote por su dificultad para aprender en la escuela.
Eran los años 60s y en Carbó doña Armandita, madre ya de 7 hijos hombres y mujeres, después de 3 días de dolores de parto, dio a luz a una regordeta niña con el auxilio de mi nana Toña, la partera de cabecera que trajo al mundo a todos los chamacos en el pueblo, mujer joven quien a muy temprana edad por su oficio de comadrona se convirtió en nana de todo el chamaquero de la comarca y más allá de sus fronteras.
Ella, la nana Toña, que pocas veces se equivocaba, había predicho meses antes que ese octavo parto de doña Armandita sería niña, así que el día del alumbramiento no hubo sorpresa. Estaban tan seguras de la palabra de la partera que ya estaban listas las chambritas de color rosa, mismas que la niña nunca estrenó, porque Blanca Estela, desde que nació fue rechoncha, no gorda; más bien gruesa. “Esta criatura pesa tanto como un becerro”, dicen que dijo la partera, y también dicen que lloraba como tal, nunca paraba de comer y si por alguna razón era despegada de la teta, su chilleta se escuchaba hasta el otro lado de la vía del tren.
Cuando creció, nada ni nadie podía mantenerla quieta, de la escuela la expulsaron a temprana edad por su afición al pleito y por su cabeza dura. Antes de la mayoría de edad, Estela tenía dos aficiones: la calle y los hombres, o los hombres y la calle, o la calle para encontrar hombres; no hacía distingos entre nacionales y extranjeros, solteros o casados, ella les sonreía por igual y ellos caían redonditos a sus encantos.
Blanca Estela siempre vestida de falda que dejaba ver más de lo permitido a una señorita bien nacida. Cuando reía, su carcajada espantaba a las palomas y sus toscos ademanes mecían la falda como carpa en remolino. Las mujeres, como no queriendo tomarla en cuenta, la miraban de reojo; los hombres, sin disimulo, babeaban en el instante en que los gruesos muslos por segundos aparecían en escena al compás del movimiento de la falda. En su atuendo, el escote era fundamental, mostrando lo necesario en parte resguardado por la castaña cabellera larga.
Los padres de Estela, preocupados por el futuro y la reputación de la joven, para meterla en cintura y llevarla por el buen camino la encerraron, le pegaron, la mandaron con una tía que vivía en Santa Fe, California, para que la ingresara en un convento, lugar de dónde logró escapar tumbando a patadas la puerta, dicen unos, y otros cuentan que logró embrujar con sus encantos al viejo jardinero; nunca se supo la verdad, sólo que un buen día Estela apareció en el pueblo a punto de dar a luz.
Para lavar la deshonra de la familia, la recién nacida —una niña regordeta igualita a su madre— fue registrada con sus mismos apellidos. Creció como hija de la abuela y hermana de la madre, quien ya conocedora de la vida se dedicó a dar rienda suelta a su experiencia. La cantina fue su casa y el juego su religión. No había quien le ganara en las partidas de póker y en las vencidas nunca tuvo rival, como tampoco en el amor. Con la vida sin preocupaciones que llevaba, en poco tiempo un nuevo embarazo fue notorio. Ella ni sudó ni se congojó y por más que su familia le pidió que se fuera a vivir con su tía al otro lado, Estela desechó la idea: “Si hay que parir, pues pariré”, dijo contundente. Y cuando le dijeron que ya no la iban a ayudar y mucho menos responsabilizarse del hijo, por toda respuesta alzó los hombros, se sacudió la falda y salió a la calle.
Entre las pocas amigas mujeres que tenía, estaba la Licha del visco Juárez, pareja sin hijos, temerosos de Dios y muy estimados en la comunidad. En su recámara, la Licha tenía un antiguo ropero de caoba de 3 lunas; en dos de ellas, Blanca Estela, cuando visitaba a su amiga, se pasaba horas admirándose de cuerpo entero, le encantaba verse y varias veces le había pedido que se lo regalara.
Transcurrió el tiempo y lo último que supe de Blanca Estela es que en el cuartito adonde se fue a vivir con un hombre, a un lado de la cama tenía el gran ropero de caoba de 3 lunas, producto del trueque realizado con la Licha, quien junto con el visco y un hijo que quería como si ella lo hubiera engendrado, por fin formó una familia completa.
Dicen que después de aquel segundo hijo, Blanca Estela ya no volvió a parir. O tal vez sí, pero si los tuvo, nadie en el pueblo los conoció ni vio nunca. Algunos decían que uno de sus viajes repentinos a Nogales no fue por gusto, sino para intercambiar otra barriga. Otros aseguraban haberla visto llorar una vez en la estación del tren, con un bultito en brazos que luego desapareció. Pero en mi pueblo, lo dicho se cree como verdad porque la realidad y la imaginación se unen y nadie tiene tiempo de andar confirmando chismes.
Lo que sí es cierto es que Blanca Estela envejeció sin hacerse notar. Así como en su juventud era la fiesta del escándalo hecho persona, con los años se fue apagando como candil de aceite, lento y sin aspavientos. La carne recia de sus muslos cedió a la gravedad, la cabellera castaña perdió su brillo y fue recogiéndose en un chongo mal hecho, y la carcajada que espantaba palomas terminó convertida en una risa breve, apenas un suspiro filtrado entre los pocos dientes que conservaba.
Aun así, seguía cargando su carácter. Nadie le hablaba golpeado ni le levantaba la voz. Mantenía la mirada firme y cuando alguien osaba preguntarle por sus hijos, contestaba con la frente en alto sin ningún atisbo de arrepentimiento: “La vida los llevó por un camino diferente al mío y nunca se cruzaron”.
En la cantina ya no jugaba, pero se sentaba a mirar, como jueza silenciosa. A veces tiraba un consejo o una advertencia a los más jóvenes, que al principio se reían y luego, al comprobar que tenía razón, volvían para pedirle más. Blanca Estela nunca fue sabia en los libros, pero conocía la vida como pocos. No predicaba, no enseñaba, no exigía. Solo contaba. Y a veces, en medio de una anécdota, dejaba caer una frase que se quedaba flotando en la cabeza por días.
Su última pareja, un hombre flaco y silencioso que todos conocían como el Miguelon de la milpa porque cuidaba una de las milpas más grandes en el rancho de los Arnold — El gringo Miguelón llegó al pueblo en el tren sin saber hablar español, enamoró y se juntó con la Estela y la cuidó hasta el final de sus días. Vivían en un cuartito modesto pero limpio, con un rosal en el patio y el gran ropero de caoba presidiendo la habitación. Dicen que Blanca Estela pasaba largos ratos viéndose en las lunas ya empañadas del espejo, y que a veces se hablaba a sí misma como si fuera otra: “Mira nomás, qué vida te fuiste a echar encima... y todavía sigues de pie, condenada”.
Murió sin ruido, una mañana de diciembre, cuando el primer pitido del tren anunció en la curva del arroyón su paso por el pueblo. El gringo Miguelon la encontró sentada en su poltrona, con los brazos cruzados y la mirada perdida en la ventana. No dejó carta, ni peticiones, ni remordimientos. Solo el ropero, unos cuantos vestidos de colores vivos, y una caja de zapatos llena de fotografías antiguas donde posaba con sonrisa pícara y la falda que parecía ondear al viento.