Machincuepas
No hay noche más larga que la que se pasa en un hospital siendo paciente. Las horas se vuelven eternas porque los minutos se arrastran, lentos, interminables. Tan interminables como las historias que se tejen entre las personas mientras llega la atenciĂłn mĂ©dica o el diagnĂłstico. La interacciĂłn con otros se vuelve una estrategia para acortar la espera, que puede durar horas... o dĂas. Como comentĂł una chica joven que llevaba ahĂ desde las siete de la mañana del dĂa anterior, vĂctima de una dolencia que, segĂşn le avisaron a las dos de la mañana, era apendicitis y requerĂa cirugĂa urgente. Yo lleguĂ© a las tres y media de la tarde; a las tres de la mañana me asignaron cama... y a la chica del apĂ©ndice aĂşn no la llevaban a quirĂłfano.
DespuĂ©s de la rutina matutina y parte del mediodĂa, fui trasladada del gimnasio —donde me encontraba— a la sala de urgencias del servicio mĂ©dico al que estoy afiliada. Tras una primera valoraciĂłn, al ver que mi diástole y sĂstole andaban por los cielos, me pasaron a un área y me sentaron en una silla que, no la tienen ni en Dinamarca. Hasta eso, fui suertuda: me tocĂł una con posa brazos. Las otras eran puro asiento y respaldo. AhĂ, todos colgados a la pared mediante las cánulas del suero, las amistades surgen rápido. Las preguntas sobre por quĂ© te trajeron esperan respuesta, aunque ya todos hayan escuchado antes tu historia, porque las enfermeras se encargan de investigarte como si fueras sospechoso: hasta la edad te sacan. Pero, para mantener al tanto a los que van llegando, las historias se repiten como canciones de moda.
"Pues yo soy hipertensa", dije cuando me tocĂł el turno de presentarme. “Estaba en el gimnasio”. Y cuando me preguntaron por quĂ© estaba haciendo ejercicio si me sentĂa mal, contestĂ©: “No, no me sentĂa mal”. ContĂ© parte de mi historial mĂ©dico y familiar, pero dejĂ© la historia inconclusa, porque llegĂł uno nuevo.
Un chico bastante flaco, tan flaco que sus enormes ojos verdes le resaltaban el rostro de forma rara. El flaco de los ojos verdes se integrĂł rápido, no asĂ el custodio que lo acompañaba. Se quedĂł parado en la puerta, sin quitarle el ojo de encima. Por más que le pedĂan que esperara afuera, insistĂa que no podĂa dejarlo solo. En ese momento, mi historia quedĂł truncada; pasĂ© de ser la novedad para formar parte del pĂşblico silencioso. Todos quedamos atentos al nuevo inquilino de urgencias.
A Ă©l parecĂa no importarle la vigilancia del custodio, ni tampoco compartir su historia. AsĂ que, para no quedarme con la duda, me inventĂ© una. Basándome en el logo de la camisa del guardia, deduje que venĂa de una casa de rehabilitaciĂłn para adicciones. Me acordĂ© de esos que salen a vender mini pays de queso, bastante malitos, dicho sea de paso.
PensĂ© que el custodio tambiĂ©n habĂa sido paciente ahĂ. Lo supuse por sus tatuajes. SabĂa que en esos lugares los rehabilitados luego se vuelven padrinos de los nuevos internos. Casi podĂa asegurarlo. Pero tambiĂ©n saliĂł mi yo menos etiquetador, me desdije y busquĂ© otra hipĂłtesis: tal vez buscĂł trabajo y lo contrataron como custodio. Los tatuajes se los hizo en la secundaria. El rostro de mujer que tenĂa en el brazo izquierdo quizá fue una exnovia, o un amor platĂłnico que lo decepcionĂł. O su madre de joven, quiĂ©n sabe. En el otro brazo tenĂa un laberinto, que a lo mejor simbolizaba una bĂşsqueda interior, un tiempo en el que anduvo desubicado, sin saber quĂ© hacer con su vida.
En esas divagaciones estaba cuando me cachĂł mirándole los brazos con atenciĂłn quirĂşrgica. Me apurĂ© a desviar la vista justo cuando escuchĂ© a mi vecina de silla pedir a gritos algo para los gases, porque ya no aguantaba. “¡SuĂ©ltelos!”, le dijo el enfermero. “¡Ay sĂ, como tĂş puedes salirte al pasillo!”, gritĂł el caballero que estaba ahĂ porque llevaba cuatro dĂas con diarrea.
Todos nos reĂmos. Y luego tratamos de aguantar la respiraciĂłn cuando la mujer soltĂł una flatulencia digna de estudio clĂnico, dejando en la madrugada un buquĂ© a huevo cocido.
Nos reĂmos bajito, como quien no quiere que lo escuche el de la bata blanca, aunque todos sabĂamos que al personal mĂ©dico ya nada lo sorprendĂa. AhĂ uno puede soltar gases, llorar, gritar, y hasta jurar que ve a la Virgen en la cortina del cubĂculo, y a nadie se le mueve una ceja. Tienen como un blindaje emocional que uno no sabe si admirar o denunciar.
A eso de las tres y media, ya cuando uno empieza a preguntarse si de verdad vale la pena seguir viviendo (o por lo menos si no serĂa mejor desmayarse para pasar el rato sin sufrirlo tan consciente), llegĂł ella. Una mujer joven, panza prominente y cara de susto. La traĂan en silla de ruedas y lo primero que dijo fue: “¿Y si pierdo a mi bebĂ© aquĂ? ÂżQuiĂ©n se hace responsable?”. Todos nos callamos. En los hospitales el humor tiene lĂmites, y ese justo es uno de ellos. Pero la señora del gas —que no tenĂa filtro ni piedad— murmurĂł: “Que no sea tan negativa, que eso se pega”. Un enfermero le pidiĂł silencio con cara de pocos amigos y luego nos mirĂł a todos como si dijera: “Cállense todos o me largo y me voy a dormir”.
La embarazada fue ubicada justo frente a mĂ, y aunque intentaba ser fuerte, cada tanto se le escapaba un sollozo bajito, de esos que uno siente en el estĂłmago. Nadie hablaba, pero todos la mirábamos con la misma mezcla de lástima y resignaciĂłn. Uno no quiere meterse, pero tambiĂ©n duele.
Y cuando parecĂa que la noche agarraba su tono triste, llegĂł una adolescente con pantalĂłn de uniforme escolar, el maquillaje corrido y la desesperaciĂłn trepada hasta la garganta.
“¡NO PUEDO RESPIRAR!”, gritaba. “¡ME VOY A MORIR!”. Le colocaron oxĂgeno y le decĂan con toda la calma del mundo: “Si estás hablando y llorando, sĂ estás respirando”. Pero no habĂa poder humano que la convenciera. Chillaba como si estuviera siendo exorcizada, y hasta la embarazada, que apenas podĂa moverse, tratĂł de decirle que se calmara.
“¡Me voy a desmayar!”, gritĂł. “Pues desmáyate de una vez, mija, y ya no sufras”, dijo en voz baja la viejita que estaba al fondo, cubierta con una manta color mostaza que parecĂa robada del IMSS en los años setenta.
La señora de edad era otra joyita. HabĂa llegado cargando una bolsa de plástico con papel sanitario, porque “el baño de aquĂ es muy rasposo y a veces ni hay” segĂşn sus propias palabras. La pobre no podĂa sentarse bien, se movĂa en la silla como si tuviera fuego en la retaguardia. “Tengo hemorroides desde el 92, pero estas ya son como naranjas agrias”, dijo.
Yo traté de no imaginarlo, pero ya era tarde: la imagen se me instaló en el cerebro como si fuera fondo de pantalla.
La viejita tenĂa nombre, claro. Era doña Yola, cliente frecuente del nosocomio y hablaba como con los enfermeros como quien los conoce de años. “El problema de este paĂs es que a uno lo atienden cuando ya es tarde. Si me hubieran visto el lunes, no estarĂa aquĂ sentada como Cristo en el VĂa Crucis”, se quejaba. La adolescente entre grito y grito tambiĂ©n la escuchaba, y yo jurĂ© que por un momento se calmĂł más por la sabidurĂa de Doña Yola que por el oxĂgeno.
Y asĂ nos pasamos la madrugada: entre flatulencias, sollozos, sermones, gritos y teorĂas mĂ©dicas no solicitadas. La enfermera que hacĂa el pase de lista a cada rato ya nos conocĂa por apodos. Yo era “la hipertensa que hace ejercicio”, la adolescente era “la respiradora compulsiva”, el chico flaco “el detox” y la viejita era simplemente “Doña Yola”, porque los tĂtulos se ganan.
Al final, como a las cinco, por fin se llevaron a la del apĂ©ndice. Hasta mi camilla que habĂa quedado justo enfrente del lugar de las sillas, escuche como todos aplaudieron bajito, como si se graduara. Yo creo que eso fue lo Ăşnico verdaderamente bonito de la noche: ese sentido de comunidad tan absurdo como reconfortante. Ninguno de nosotros se conocĂa, pero en esas horas largas y lentas nos volvimos algo parecido a una familia disfuncional atrapada en el peor retiro espiritual del mundo.
Cuando me pasaron a la camilla para la observaciĂłn a eso de casi las cuatro. No me despedĂ de nadie. SentĂ que si lo hacĂa rompĂa la magia, como cuando uno se despide de los personajes de un sueño. Pero en mi cabeza les deseĂ© suerte. A la embarazada, que todo saliera bien; a la adolescente, que pudiera respirar sin drama; a Doña Yola, que sus naranjas no explotaran; y al chico flaco… bueno, a ese que encontrara el camino, ya fuera con mini pays o sin ellos.
Y mientras me alejaban en la camilla, miré el techo manchado, la luz parpadeante, y pensé:
No hay noche más larga que en un hospital… pero al menos, si hay suerte, uno se encuentra gente que le roba una carcajada.